jueves, 17 de septiembre de 2009

el mon real és veu millor amb ulls de nen

Llegeixo a La Vanguardia d'avui una columna de la Susana Cuadrado en què exposa com de diferent mirem els adults i els infants als nens que pateixen alguna disminució, i com allò que els nens veuen i accepten amb força normalitat, a ulls dels adults es converteix en un munt de prejudicis i de tabús que ens fan mirar cap un altre costat, tot pensant en la sort que tenim de que el subjecte visualment rebutjat sigui el fill d'un altre i no pas el nostre.

Les circumstàncies que darrerament hem viscut a casa han fet que, des de fa gairebé dos mesos ens haguem hagut de posar en la pell d'aquells pares que tenen un fill o una filla diferent, un fill amb una discapacitat que el fa diferent dels altres, un fill que no pot caminar com els altres, que va en cadira de rodes o que camina amb croses. Si tot segueix el bon curs que sembla seguir, aquesta experiència sera per a nosaltres sortosament temporal, però haver-la viscut, estar-la vivint, em permet treure'm el barret davant de l'article de la Susana Cuadrado i m'ajuda a dir obertament que sí, que tots o gairebé tots els pares amb fills no discapacitats, massa sovint girem el cap davant la diferència i pensem, per davant de tot, en la sort que tenim de que no ens hagi tocat a nosaltres. I qui davant d'una situació així digui que no ha reaccionat d'aquesta manera una o moltes vegades, crec sincerament que menteix.

Aquest ha estat un estiu diferent, un estiu en el que tota la família ens hem adaptat a la limitació física d'en Guillem, i, tot i això ha estat un bon estiu, fins i tot millor que d'altres molt més ben programats. I sí, mentre empenyia la cadira de rodes d'en Guillem, amb la seva cama tiesa i aixecada per arreu d'on hem estat, o el carregava en braços per entrar-lo a la piscina o asseure’l a taula a menjar, he percebut mirades de molts tipus, algunes de llàstima, d'altres acompanyades de xiuxiuejos entre els observadors, això sí, totes aquestes mirades mig esbiaixades eren d'adults, perquè els nens no miraven a en Guilllem amb llàstima o amb evitació, l'han mirat potser amb curiosat, però amb ganes d'apropar-s'hi, de jugar amb ell, d'endur-se'l amb ells a jugar empenyent-li la cadira de rodes o demanant-li les croses per provar com es camina amb elles.

Sí, el món vist amb ulls de nen és un món més normal, sense tantes diferències. Som els adults els que aixequem les barreres, i per això els nanos, que acaben fent el que veuen fer als grans, conforme van fent-se adults van veient cada cop més "diferències" allà on abans no les veien.

Us deixo aquí l'article de la Susana Cuadrado, a veure si us suggereix el que m'ha suggerit a mi.

"El complejo de Dorian Gray.

La mirada adulta es cruel: hay que aprender a observar a un chiquillo con discapacidad con los ojos de un niño

Susana Cuadrado | 17/09/2009

"Dorian Gray vendió su alma al diablo para poder ser, más que inmortal, invariable, mientras los estragos del tiempo iban modificando el retrato que había escondido en el sótano. Aquí se invierte el proceso. Nuestro hijo y todos los que son como él actúan de espejos. Todos los que nos miramos en ellos envejecemos de un modo distinto. Si Dorian Gray hubiese conocido a un Llullu habría aprendido a mirar en vez de querer ser mirado. A envejecer". Màrius Serra. De Quiet (Empúries)

Estamos llenos de absurdos que nos hacen creer que la nuestra es la única visión correcta de lo que sucede a nuestro alrededor. Uno de estos absurdos es el que nos lleva a apartar la mirada cuando vemos a un niño con una discapacidad. Verán, a un colegio que conozco bien asiste cada día a clase uno de esos niños. A sus seis años, J. ha logrado la magia de ser grandioso. Llega a la escuela a pie. Arrastra un andador sin el cual su cuerpo caería desplomado al suelo, pero se maneja con soltura e incluso es capaz de correr con él cuando el semáforo transita del ámbar al rojo. En su corta existencia este pequeño ha logrado la proeza de aprender a vivir como un niño más. Resulta increíble que todos sus esfuerzos se vayan al garete por esas miradas indisimuladas de lástima de los adultos y por algunos comentarios a sus espaldas.

J. llega al colegio acompañado por su madre. Ella es joven y guapa. El pequeño va siempre unos pasos por delante de su madre. J. empuja su andador con tal ímpetu que a veces sus pies no llegan ni siquiera a tocar el suelo. Una carrera admirable contra sus propias limitaciones. Una vez dentro del colegio, a J. le ayudan los profesores a deshacerse del andador para sentarse. Como a un bebé, le cogen en brazos, un gesto que él agradece con una sonrisa cómplice.

Quien ha tenido la oportunidad de hablar con niños sobre J. sabe que él no es diferente del resto de chiquillos de la clase. No es diferente porque nadie, ni dentro del aula ni en el patio, lo trata como tal. Pero en la calle todo es distinto. Màrius Serra, en el libro que dedicó a su hijo Llullu, nos animó a comprender el ambivalente estado emocional que provoca tener un hijo que no progresa adecuadamente. Entiendo que la de Màrius Serra era una invitación a observar a esos niños con los ojos de una criatura. La mirada adulta es mucho más cruel. A fuerza de resistirse a mirar en vez de querer ser mirado, los adultos sólo ven en J. la suerte que han tenido porque quien arrastra el andador no es uno de sus hijos. Y es en ese momento cuando apartan la vista.

Si usted ha tenido la suerte de conocer a otros como J. sabrá que ellos encarnan en grado superlativo lo más auténtico de la infancia: la indefensión y la maravilla de la niñez. Si nuestros propios hijos son capaces de entender las limitaciones que una enfermedad impone, la cuestión es por qué los adultos seguimos enmarañados en una telaraña de absurdos."



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sábado, 5 de septiembre de 2009

Muñoz Molina al Babelia d'El País d'avui: parla d'Ubeda però podria ser perfectament Barcelona

Al Babèlia d'El País d'avui, Antonio Muñoz Molina escriu aquest article sobre el desencís i la frustració que sent en passejar-se per la seva Úbeda natal i veure com, només en una generació, la ciutat i el malfer dels qui la manen i dels qui l'habiten ha canviat i molt a pitjor. Parla d'Úbeda, però podria dir que és Barcelona, i només canviant quatre toponímics, es podria dir exactament el mateix...o fins i tot pitjor. No anem bé... I només cal passar de La Jonquera per veure la gràn diferència. Què lluny que estem d'Europa, i no pas físicament.


Desolación de volver
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/09/2009
REPORTAJE: IDA Y VUELTA (BABELIA. EL PAÍS)

"En el curso de una generación se ha destruido para siempre lo que tardó siglos en hacerse"

"Desde una esquina en la zona de sombra en la que me he apoyado para leer el periódico miro la plaza que he recordado e imaginado tantas veces, la que está igual de arraigada en mi memoria infantil que en los mundos de ficción que he ido inventando a lo largo de mi vida, hasta el punto de que a veces ni yo mismo sé distinguir en qué medida estoy invocando un recuerdo verdadero o proyectando sobre el pasado un episodio de novela. Vista con ojos objetivos, la plaza no tiene nada o casi nada de extraordinario, salvo la torre del reloj, que forma parte de una muralla medieval. Es una plaza austera, menos andaluza que castellana, con soportales en dos lados, con edificios poco memorables que sin embargo, en conjunto, dan una modesta impresión de carácter, de lugar verdadero. En los soportales solía haber carritos en los que se vendían pipas, cacahuetes tostados, pequeños juguetes; también se vendían y se alquilaban tebeos. Había una farmacia, una tienda de lanas, un almacén de tejidos, la sede de un banco en el que trabajaba de cajero el padre de un amigo mío. Íbamos a verlo y estaba detrás de su ventanilla con barrotes dorados, y a mí me impresionaba lo blancas que eran sus manos, por contraste con las de mi padre, y la velocidad asombrosa a la que contaba los billetes.

En la zona central de la plaza se levanta sobre una base de figuras alegóricas talladas en piedra la estatua en bronce del general Saro, picoteada de agujeros de disparos. En los primeros años veinte el general Saro dirigió no sé qué campaña victoriosa en la guerra de Marruecos; en el verano de 1936 un pelotón anarquista lo fusiló en efigie, dado que ya estaba muerto. Durante años, con motivo de alguna de las muchas reformas que la plaza ha padecido, la estatua desapareció, porque algún analfabeto con cargo municipal -en la política española el analfabetismo es un mérito casi tan valorado como la desvergüenza- debió de pensar que siendo de un militar tenía que ser de un militar franquista. Me cuentan que se pensó sustituirla por una escultura más acorde con los nuevos tiempos de reglamentaria cultura andaluza, un monumento al penitente. El general Saro sobrevivió, dramático y sereno, con sus agujeros negros de disparos en la cabeza y en el pecho y su mirada hacia el sur, pero a su alrededor la plaza que desde hace mucho ya no lleva su nombre fue sometida a una de esas modernizaciones que gustan tanto a las autoridades locales: de los jardines, de los bancos, de las acacias y los aligustres sobre cuyas copas sobresalía la cabeza del general no quedó ni rastro, si bien en su lugar se pusieron unos coquetos maceteros de hierro forjado con la "U" de Úbeda artísticamente inscrita en cada uno de ellos, y se coronó todo con la boca enorme de un aparcamiento subterráneo y con la torre del ascensor correspondiente.

La primera vez que vi lo que habían hecho con esa plaza que era el corazón de mi ciudad se me puso en la garganta un nudo de congoja. Ahora vuelvo y la miro y la costumbre no mitiga el escándalo. Con la lógica peculiar de la renovación urbana, se ha considerado que en una ciudad donde hay varios meses de calores saharianos su plaza central no necesita árboles, salvo un par de naranjos escuálidos que difícilmente pueden prosperar en los inviernos mesetarios. A mediodía, desde mi esquina a la sombra, alzando los ojos del periódico, veo a la gente que se atreve a cruzar la plaza arriesgándose a un síncope, buscando a toda prisa el alivio de los soportales. Aparte de sus ventajas estéticas, el aparcamiento tiene la virtud práctica de atraer más tráfico hacia el centro de la ciudad, atascando las calles estrechas que llevan a él, algunas de las cuales están además levantadas gracias a la misma catástrofe de obras en gran medida innecesarias que azota al país entero. Algunos de los coches que hacen cola para entrar en el aparcamiento llevan las ventanillas abiertas y emiten a volumen sísmico una música de discoteca al parecer muy del agrado de los policías municipales que pastorean el tráfico.

En las noches calurosas, con los balcones abiertos, la música de los coches, los rugidos de las motos y la algarabía alcohólica del botellón animan las plazuelas y los callejones de mi barrio de San Lorenzo, que de otro modo estarían sumidas en un anticuado silencio. Iglesias y palacios se van hundiendo literalmente en el abandono mientras se tiran ríos de dinero cambiando sin ninguna necesidad antiguos pavimentos enlosados o empedrados por groseros baldosones de terrazo. Vuelvo a la hermosa plaza de Santa María y no puedo cruzar su limpia perspectiva porque está entera convertida en una zanja. Un amigo que vive en la ciudad me cuenta que los trabajadores, como no disponen de instalaciones con aseos, usan como urinario la fachada de la iglesia del Salvador.

En el curso de una generación se ha destruido para siempre lo que tardó siglos en hacerse. Lo que se está robando a quienes vengan detrás no es una memoria sentimental y un paisaje urbano que fue único, sino también una forma de disfrute de la vida y de prosperidad. Donde hubo perspectivas de huertas y de casas blancas que llamaban desde los caminos lejanos ahora hay bloques horrendos que se amontonan los unos sobre los otros para mayor beneficio de los constructores. Viajando por Europa uno descubre con envidia cómo en pueblos pequeños y en ciudades provinciales el cuidado en la preservación de lo más valioso del legado del tiempo es perfectamente compatible con el progreso tecnológico y tiene la ventaja práctica de hacer la vida más gustosa y crear una duradera riqueza: en España se empieza por arrasarlo todo. Cuanto más se alimentaban los orgullos locales y las lealtades vernáculas a lo largo de los últimos treinta años más impunemente se han destruido los paisajes. El orgullo local separado de la conciencia cívica es paletería, igual que el patriotismo sin ciudadanía es fanatismo. Se inventan pasados y se alimentan nostalgias rústicas al mismo tiempo que se impone la ignorancia y se borran las huellas del pasado verdadero, el que habría sido tan fértil para mejorar el porvenir.

Hace treinta años, en una de tantas idas y venidas, volví a mi ciudad para votar por primera vez en mi vida en unas elecciones municipales. Pensábamos que la democracia iba a traer a las ciudades un aire limpio de ilustración y racionalidad, espacios públicos rescatados del abandono y la roña franquista de los especuladores. Me paseo por Úbeda, entre zanjas y mugre, entre el deterioro de lo abandonado y la ostentación palurda de lo que no había necesidad de cambiar, me adhiero a una pared para que no me atropelle un coche con la música a todo volumen en una calle estrecha. Ya sé que en todas partes sucede lo mismo, que el gobierno de las ciudades españolas es un grosero catálogo de venalidad e incompetencia: pero sólo en ésta el escándalo político se me convierte en íntima desolación"

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